Institutos Superiores en Alerta

Los institutos superiores, en alerta: de la advertencia sostenida a la sobrecarga institucional, el precio de seguir formando.

Desde hace meses, los Institutos de Educación Superior vienen alertando sobre una situación que amenaza con volverse insostenible: la incertidumbre frente a la continuidad de muchas carreras —en particular las llamadas “a término”—, que compromete no solo la estabilidad laboral docente, sino también la proyección formativa de estudiantes y comunidades.

Lejos de atender estas advertencias con políticas claras, desde la Dirección de Educación Superior se ha emitido recientemente la Disposición N° 22/25 DES y N° 449/25 DEGP, que formaliza el pedido de continuidad de carreras, pero bajo una lógica burocrática y con una exigencia de recolección de información que, en muchos casos, resulta desmedida y recae de lleno en las ya colapsadas gestiones institucionales.

El documento oficial aprobado establece una serie de criterios e indicadores que los institutos deben completar para cada carrera: desde datos sobre inserción laboral de egresados, prácticas profesionalizantes, oferta bibliográfica, hasta convenios vigentes, análisis demográfico de matrícula, infraestructura y material didáctico disponible. Todo debe subirse a una carpeta compartida de Google Drive, con plazos ajustados y en dos etapas: la primera con fecha límite el 15 de agosto y la segunda el 1 de octubre.

Este pedido, en lugar de reconocer el trabajo ya hecho por los equipos institucionales, termina por trasladar la responsabilidad a los propios institutos, que deben justificar por qué su oferta formativa merece seguir existiendo.

La sobrecarga recae sobre secretarías académicas, rectorados y equipos que, sin recursos adicionales ni personal exclusivo, deben ahora abocarse a una verdadera tarea de hormiga. Mientras tanto, lo pedagógico —el corazón de la formación— queda relegado a un segundo plano.

Pero lo más preocupante es el trasfondo político y social que este mecanismo instala: se normaliza que tengamos que “mendigar datos” para conservar lo que ya hemos conquistado. Se reproduce así una lógica perversa de competencia entre instituciones, una especie de “sálvese quien pueda”, que pone a pelear a los pobres entre sí. ¿Quién tiene más estudiantes? ¿Quién tiene más egresados insertos? ¿Quién cuenta con mejores datos?

Como expresaron los docentes y estudiantes de Concordia a través de una reciente Asamblea en Defensa de los Institutos Terciarios, lo que está en juego es mucho más que la continuidad de una carrera: se trata de la defensa de la educación pública como derecho social, no como servicio condicionado por criterios administrativos o eficientistas.

Exigen, con razón, el pase a planta permanente de las carreras, la titularización de horas cátedra y cargos, presupuestos reales para becas y edificios dignos, además de la estabilidad para seguir educando sin que cada ciclo lectivo sea una nueva batalla por sobrevivir.

Los institutos no necesitan más planillas, necesitan políticas públicas que acompañen, fortalezcan y garanticen el derecho a enseñar y aprender en condiciones dignas.

En este panorama, bien vale traer a cuento la figura de Ireneo Funes, aquel personaje de Borges cuya memoria perfecta, lejos de ser un don, lo condena a la incapacidad de pensar. Su mente, saturada de datos inconexos, no podía abstraer ni construir sentido. Algo similar ocurre hoy con la forma en que se pretende evaluar la oferta académica de los institutos superiores: una acumulación incesante de planillas, indicadores, papeles y requerimientos que no dialogan entre sí ni permiten mirar el conjunto. Como Funes, el sistema parece atrapado en los detalles, incapaz de ver la trama más amplia: las trayectorias docentes, las necesidades territoriales, las apuestas institucionales, las historias construidas con esfuerzo. En nombre de una supuesta racionalización, se nos pide recordar y documentar todo, una y otra vez, como si lo ya presentado perdiera valor con el paso del tiempo. Pero esta tarea engorrosa —como la memoria de Funes— no construye conocimiento ni mejora la calidad, sino que entorpece la posibilidad de proyectar, pensar y garantizar el derecho a la educación superior.

Entonces nos preguntamos: ¿esta tarea engorrosa, casi imposible en los tiempos, y con los recursos que tenemos, busca realmente garantizar la continuidad de las carreras? ¿O es solo una puesta en escena para «evaluar» ofertas que ya están decididas de antemano? Porque si lo que se pretende es sostenernos con la esperanza, mientras por lo bajo se recortan carreras porque los números no cierran, estamos frente a una simulación cruel. Y la educación pública no puede construirse sobre el engaño ni sobre la precariedad planificada.

Asamblea en Defensa de los Institutos de Nivel Superior